lunes, 4 de abril de 2011

AMOR DELIVERY


    Como si fuese una premonición, esa noche no pudo conciliar el sueño. 
 La punzante daga de los recuerdos comenzó a clavarse en cada rincón de sus pensamientos. 
Aquel remoto año de juventud, tras una malograda promoción laboral, había decidido tomar unas largas vacaciones. Las planificó cuidadosamente para que sean las mejores vacaciones de su vida. Y así, finalmente, después de incontables idas y vueltas, concretó su soñado viaje a las islas Margarita. 
Recorrió ciudades hermosas: Porlamar, Pampatar, La Asunción, su capital; Juan Griego... ; limpias, coloridas, rebosantes de turistas, de vida, de historia. Allí se sentía tan cómoda como extasiada. Todo aquello, su gente amable, sus increíbles paisajes, sus paradisíacas playas, su magia, de repente pareció cautivarla como si hubiese estado predestinada a su encuentro. Fue en esta última ciudad, precisamente en el muelle de Juan Griego, que un hermoso atardecer de verano, caminando solitaria en su ceñido pareo florido y sombrero blanco de alas anchas, conoció un fotógrafo veinte años mayor, de aspecto recio, y bien parecido, que prácticamente dormía con una vieja réflex Nikon, según él, “A la caza del instante más bello”. Ella se enamoró al instante, sometida a su personalidad segura, sencilla, imponente. Él la llevo a conocer toda la isla, desde su perspectiva, la que para ella adquirió un matiz especial, casi teatral, bajo su filosofía enamorada de la belleza. Así, inmersos en tal paraíso terrenal, tuvieron el romance más hermoso que ella jamás hubiera imaginado. Sin darse cuenta las vacaciones se tornaron permanentes, pasando un año como en un suspiro, hasta que cierto día, sin explicación alguna, como un sueño que se hubiera esfumado en la mañana, él desapareció. Lo buscó durante días, que se hicieron semanas, y meses, pero el muchacho parecía haber dejado de existir; nadie lo conocía; era un fantasma, que de súbito había irrumpido en su vida, en ese sueño. Permaneció en la isla todo el tiempo que pudo, hasta que ya sin fuerzas volvió finalmente a su tierra, desanimada, golpeada, destrozada. Pasaron los años, muchos, en los que ella no abandonó la posibilidad de encontrarlo, en los que, sin darse cuenta, su espíritu parecía deshojarse como una margarita en un vendaval... 

Tenía asumida su unísona realidad; su vida había decantado en eso que hoy, simplemente era: Cristela, la despampanante jefa de secretaría del bufete Rosental, el mas importante estudio de abogados de la ciudad. Esbelta, de cabellera castaña y escultural figura, siempre ceñida en sexys y elegantes trajes oscuros, dejaba a su paso cadente por los anchos pasillos del edificio, un tendal de miradas masculinas incapaces de resistirse. Pero poca suerte tendría cualquier hombre después de tanto infortunio amoroso. Casi con exclusividad, la eficiente secretaria del bufete Rosental, dedicaría ya su vida a esas rigurosas oficinas, su campo de juego, en el que jamás podría ser vencida, ni herida.
  
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El numeroso personal, de los tres pisos que componían el estudio, trabajaba desde las nueve de la mañana, cesando para el almuerzo una hora, que se desarrollaba en las mismas oficinas aproximadamente a las trece horas. 
Puerta por puerta, con dedicación prodigiosa, el puntual delivery de un restaurante se encargaba de proveer los tibios almuerzos en cada una de las dependencias. Así Cristela recibía el suyo, pero de manera especial, ya que en la parte interna del envoltorio siempre había una dedicatoria, simple, inteligente, y hermosa. El autor firmaba con su nombre, Romualdo; y, aunque la insistencia de aquel muchacho parecía realmente inagotable, a modo de ver de la secretaria jamás, de la forma que fuese, un delivery podría llegar a cautivarla. El autor firmaba con su nombre, Romualdo; y, aunque su insistencia parecía ser realmente inagotable, a modo de ver de la secretaria, jamás, de la forma que fuese, un delivery de restaurante podría llegar a cautivarla. Pero la esquela y el almuerzo de aquel día fueron diferentes.


El puntual mandado llegó como de costumbre a la una menos siete minutos, suficiente para que los hambrientos oficinistas iniciaran sus almuerzos a tiempo. Su rutina comenzaba entregando primeramente los paquetes de Recepción, en planta baja, dejando para el final el piso tres, el de los socios y sus secretarias ejecutivas. Allí, al final del pasillo, estaba la jefatura de secretaría, la oficina donde ella y sus asistentes trabajaba.
La nota simplemente decía:
Fue un breve almuerzo. Cristela apenas probó bocado. El resto de la jornada lo transcurrió con hermetismo, intentando dilucidar aquella frase; al hacerlo, una escalofriante sensación le recorría la espalda: una necesidad de que el mismo Romualdo en persona se la explicara.
Lo digo así porque así ha sido siempre, por más que he pensado muchas veces, y pienso, que no te merezca.
        Sigo a la caza de ese instante más bello.

Cristela tenía una jornada subyugante. Había perdido la noción del tiempo, absorta, controlaba los expedientes de la semana, en una inusitada maraña de papeles, cuando el delivery tocó la puerta. Siempre lo hacía antes de entrar, obediente al cartel que afuera rezaba: "golpee antes de ingresar". Entró concentrado, con las bolsas colgando de las manos. Llevaba una acostumbrada camisa de viyela a cuadros de colores pasteles, el pelo enrulado desordenado, y su habitual perfume de macho alfa, que contrastaba con su personalidad tímida y sumisa. Saludó, entusiasta, como de costumbre, dejando los paquetes en cada escritorio y, por último, el de Cristela, a quien, tras haber cumplido con su última entrega, saludaba con cómplice y jovial reverencia. El paquete de moño rojo era el de ella. Aquella vez, como a diferencia de todas las veces ella le dedicara una mirada frontal, él, antes de cerrar la puerta, la miró con extrañeza. 
Sus asistentes iniciaron el almuerzo; un aroma inspirador inundó la oficina. Cortó el papel por el lado opuesto al lugar a donde solía hallar las dedicatorias, lo dio vuelta, y leyó.  Tras unos instantes, quedó totalmente inmóvil, sus ojos parpadeaban mientras su mente trataba de encontrar una explicación a tanta casualidad; aquel hombrecito parecía haber leído su mente aquella tétrica mañana. 


"Sólo un corazón tan noble pudo amar demasiado. -Romualdo-".


   Al día siguiente, ni bien el delibery puso pié en la oficina, lo encaró...
   -Hola Romualdo -le dijo, con sonrisa algo nerviosa.
   Pero el muchacho no se dio mucho por aludido. La miró al pasar, sin distraer sus tareas. Cristela quedó perpleja, en silencio; pero al cabo de unos minutos, el delivery le respondió con delicadeza.
   -Ese no es mi nombre. Romualdo es el chef... – de pronto no dijo más. Recogió las bolsas de los paquetes y se fue.

Esa tarde Cristela regresó a su casa con inusitado frenesí, aguijoneada por el misterio del chef Romualdo. De pronto lo imaginó en su cocina, con su inmaculado gorro de chef, rodeado de enormes ollas y enseres, componiendo su almuerzo, concentrado, inspirado, escribiendo luego su pensada dedicatoria sobre un perfecto trozo de envoltorio, para ella; maquinando quizá el momento en que por fin ella se sorprendería con sus dedicatorias, y finalmente degustaba sus delicias, quizá pensando en él. Finalmente, reconoció que en su corteza de sufrimientos se había abierto una pequeña brecha, que un resquicio de luz asomaba al final del camino, y esa noche, antes de dormir, resolvió que de algún modo u otro el misterio del chef sería develado.

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   A la mañana siguiente la actividad del bufete era terrible, pero sorpresivamente, Cristela la transitaba con facilidad sorprendente. 
La actividad cesó pasado poco más de medio día cuando el delivery comenzó sus repartos. Aquella vez la miró como para decirle algo, pero de pronto pareció arrepentirse. Dejó el paquete, saludó y se retiró, indiferente. Cristela tenía un apetito voraz, su almuerzo olía como nunca. Y como nunca la intrigaba la esquela que pudiera aparecer ese día. Fue lo primero que hizo; la leyó decidida, pero mientras lo hacía, se levantaba lentamente de la silla, consternada. Tomó su cartera y salió de la oficina, ante la mirada sorprendida de sus asistentes. Corrió por el pasillo, pasó de largo la puerta del ascensor, para bajar rápidamente por las escaleras. En planta baja cruzó rauda ante las recepcionistas, que interrumpieron sus almuerzos para mirarla, llegando estacionamiento donde el delivery limpiaba concentrado su trailer con la moto encendida para irse.
-     Disculpame - le espetó, jadeante-. ¿Donde puedo encontrar a Romualdo?  
-    ¡Romualdo renunció, hoy al mediodía! ¡No tengo idea dónde vive! - dijo, mientras limpiaba, indiferente.
-    ¡¿Tenés un teléfono, algo, donde poder ubicarlo? ¿Una dirección...?
Al notar su congoja, el deliveri detuvo sus tareas para mirarla.
-    Lo lamento señorita, sólo sabía que era el chef del restaurante; no tengo la mas pálida idea cómo encontrarlo. Hoy a las doce, cuando fui a buscar los paquetes, ya se había ido. ¿Pasó algo...? 
Cristela no respondió; todo su destino parecía resumirse a ese triste instante, cortante y brutal. 
Regresó a la oficina, donde se dejó caer pesadamente sobre su butaca. Allí permanecía el envoltorio abierto sobre la mesa. Esas palabras eran todo lo que de él podría tener; agazapadas, como un escoyo amenazante en el mar embravecido de su destino. De repente consiguió un hálito de valentía. Tomó el papel decidida a conservarlo, antes de leerlo nuevamente, como por última vez; pero en lo más profundo de su alma sabía que eso no sería así, que lo haría muchas veces más en su vida. Aquellas palabras retumbaron en sus pensamientos como en una caverna vacía, solitaria:

“Amada Cristela!

Este es mi último almuerzo, Cristela; realmente creo haber llegado ya demasiado lejos.
Sólo espero haberte hecho feliz como lo has hecho conmigo, con este seudónimo de Romualdo y mis almuerzos con dedicatoria... Creo haberlo logrado, aunque sea un poco, cada día. 
 Por favor, ya no vuelvas a amar demasiado.

                                Sinceramente! Y hasta alguna otra vez! ”


FIN
ANGUS

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