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lunes, 4 de abril de 2011

AMOR DELIVERY


    Como si fuese una premonición, esa noche no pudo conciliar el sueño. 
 La punzante daga de los recuerdos comenzó a clavarse en cada rincón de sus pensamientos. 
Aquel remoto año de juventud, tras una malograda promoción laboral, había decidido tomar unas largas vacaciones. Las planificó cuidadosamente para que sean las mejores vacaciones de su vida. Y así, finalmente, después de incontables idas y vueltas, concretó su soñado viaje a las islas Margarita. 
Recorrió ciudades hermosas: Porlamar, Pampatar, La Asunción, su capital; Juan Griego... ; limpias, coloridas, rebosantes de turistas, de vida, de historia. Allí se sentía tan cómoda como extasiada. Todo aquello, su gente amable, sus increíbles paisajes, sus paradisíacas playas, su magia, de repente pareció cautivarla como si hubiese estado predestinada a su encuentro. Fue en esta última ciudad, precisamente en el muelle de Juan Griego, que un hermoso atardecer de verano, caminando solitaria en su ceñido pareo florido y sombrero blanco de alas anchas, conoció un fotógrafo veinte años mayor, de aspecto recio, y bien parecido, que prácticamente dormía con una vieja réflex Nikon, según él, “A la caza del instante más bello”. Ella se enamoró al instante, sometida a su personalidad segura, sencilla, imponente. Él la llevo a conocer toda la isla, desde su perspectiva, la que para ella adquirió un matiz especial, casi teatral, bajo su filosofía enamorada de la belleza. Así, inmersos en tal paraíso terrenal, tuvieron el romance más hermoso que ella jamás hubiera imaginado. Sin darse cuenta las vacaciones se tornaron permanentes, pasando un año como en un suspiro, hasta que cierto día, sin explicación alguna, como un sueño que se hubiera esfumado en la mañana, él desapareció. Lo buscó durante días, que se hicieron semanas, y meses, pero el muchacho parecía haber dejado de existir; nadie lo conocía; era un fantasma, que de súbito había irrumpido en su vida, en ese sueño. Permaneció en la isla todo el tiempo que pudo, hasta que ya sin fuerzas volvió finalmente a su tierra, desanimada, golpeada, destrozada. Pasaron los años, muchos, en los que ella no abandonó la posibilidad de encontrarlo, en los que, sin darse cuenta, su espíritu parecía deshojarse como una margarita en un vendaval... 

Tenía asumida su unísona realidad; su vida había decantado en eso que hoy, simplemente era: Cristela, la despampanante jefa de secretaría del bufete Rosental, el mas importante estudio de abogados de la ciudad. Esbelta, de cabellera castaña y escultural figura, siempre ceñida en sexys y elegantes trajes oscuros, dejaba a su paso cadente por los anchos pasillos del edificio, un tendal de miradas masculinas incapaces de resistirse. Pero poca suerte tendría cualquier hombre después de tanto infortunio amoroso. Casi con exclusividad, la eficiente secretaria del bufete Rosental, dedicaría ya su vida a esas rigurosas oficinas, su campo de juego, en el que jamás podría ser vencida, ni herida.
  
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El numeroso personal, de los tres pisos que componían el estudio, trabajaba desde las nueve de la mañana, cesando para el almuerzo una hora, que se desarrollaba en las mismas oficinas aproximadamente a las trece horas. 
Puerta por puerta, con dedicación prodigiosa, el puntual delivery de un restaurante se encargaba de proveer los tibios almuerzos en cada una de las dependencias. Así Cristela recibía el suyo, pero de manera especial, ya que en la parte interna del envoltorio siempre había una dedicatoria, simple, inteligente, y hermosa. El autor firmaba con su nombre, Romualdo; y, aunque la insistencia de aquel muchacho parecía realmente inagotable, a modo de ver de la secretaria jamás, de la forma que fuese, un delivery podría llegar a cautivarla. El autor firmaba con su nombre, Romualdo; y, aunque su insistencia parecía ser realmente inagotable, a modo de ver de la secretaria, jamás, de la forma que fuese, un delivery de restaurante podría llegar a cautivarla. Pero la esquela y el almuerzo de aquel día fueron diferentes.


El puntual mandado llegó como de costumbre a la una menos siete minutos, suficiente para que los hambrientos oficinistas iniciaran sus almuerzos a tiempo. Su rutina comenzaba entregando primeramente los paquetes de Recepción, en planta baja, dejando para el final el piso tres, el de los socios y sus secretarias ejecutivas. Allí, al final del pasillo, estaba la jefatura de secretaría, la oficina donde ella y sus asistentes trabajaba.
La nota simplemente decía:
Fue un breve almuerzo. Cristela apenas probó bocado. El resto de la jornada lo transcurrió con hermetismo, intentando dilucidar aquella frase; al hacerlo, una escalofriante sensación le recorría la espalda: una necesidad de que el mismo Romualdo en persona se la explicara.
Lo digo así porque así ha sido siempre, por más que he pensado muchas veces, y pienso, que no te merezca.
        Sigo a la caza de ese instante más bello.

Cristela tenía una jornada subyugante. Había perdido la noción del tiempo, absorta, controlaba los expedientes de la semana, en una inusitada maraña de papeles, cuando el delivery tocó la puerta. Siempre lo hacía antes de entrar, obediente al cartel que afuera rezaba: "golpee antes de ingresar". Entró concentrado, con las bolsas colgando de las manos. Llevaba una acostumbrada camisa de viyela a cuadros de colores pasteles, el pelo enrulado desordenado, y su habitual perfume de macho alfa, que contrastaba con su personalidad tímida y sumisa. Saludó, entusiasta, como de costumbre, dejando los paquetes en cada escritorio y, por último, el de Cristela, a quien, tras haber cumplido con su última entrega, saludaba con cómplice y jovial reverencia. El paquete de moño rojo era el de ella. Aquella vez, como a diferencia de todas las veces ella le dedicara una mirada frontal, él, antes de cerrar la puerta, la miró con extrañeza. 
Sus asistentes iniciaron el almuerzo; un aroma inspirador inundó la oficina. Cortó el papel por el lado opuesto al lugar a donde solía hallar las dedicatorias, lo dio vuelta, y leyó.  Tras unos instantes, quedó totalmente inmóvil, sus ojos parpadeaban mientras su mente trataba de encontrar una explicación a tanta casualidad; aquel hombrecito parecía haber leído su mente aquella tétrica mañana. 


"Sólo un corazón tan noble pudo amar demasiado. -Romualdo-".


   Al día siguiente, ni bien el delibery puso pié en la oficina, lo encaró...
   -Hola Romualdo -le dijo, con sonrisa algo nerviosa.
   Pero el muchacho no se dio mucho por aludido. La miró al pasar, sin distraer sus tareas. Cristela quedó perpleja, en silencio; pero al cabo de unos minutos, el delivery le respondió con delicadeza.
   -Ese no es mi nombre. Romualdo es el chef... – de pronto no dijo más. Recogió las bolsas de los paquetes y se fue.

Esa tarde Cristela regresó a su casa con inusitado frenesí, aguijoneada por el misterio del chef Romualdo. De pronto lo imaginó en su cocina, con su inmaculado gorro de chef, rodeado de enormes ollas y enseres, componiendo su almuerzo, concentrado, inspirado, escribiendo luego su pensada dedicatoria sobre un perfecto trozo de envoltorio, para ella; maquinando quizá el momento en que por fin ella se sorprendería con sus dedicatorias, y finalmente degustaba sus delicias, quizá pensando en él. Finalmente, reconoció que en su corteza de sufrimientos se había abierto una pequeña brecha, que un resquicio de luz asomaba al final del camino, y esa noche, antes de dormir, resolvió que de algún modo u otro el misterio del chef sería develado.

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   A la mañana siguiente la actividad del bufete era terrible, pero sorpresivamente, Cristela la transitaba con facilidad sorprendente. 
La actividad cesó pasado poco más de medio día cuando el delivery comenzó sus repartos. Aquella vez la miró como para decirle algo, pero de pronto pareció arrepentirse. Dejó el paquete, saludó y se retiró, indiferente. Cristela tenía un apetito voraz, su almuerzo olía como nunca. Y como nunca la intrigaba la esquela que pudiera aparecer ese día. Fue lo primero que hizo; la leyó decidida, pero mientras lo hacía, se levantaba lentamente de la silla, consternada. Tomó su cartera y salió de la oficina, ante la mirada sorprendida de sus asistentes. Corrió por el pasillo, pasó de largo la puerta del ascensor, para bajar rápidamente por las escaleras. En planta baja cruzó rauda ante las recepcionistas, que interrumpieron sus almuerzos para mirarla, llegando estacionamiento donde el delivery limpiaba concentrado su trailer con la moto encendida para irse.
-     Disculpame - le espetó, jadeante-. ¿Donde puedo encontrar a Romualdo?  
-    ¡Romualdo renunció, hoy al mediodía! ¡No tengo idea dónde vive! - dijo, mientras limpiaba, indiferente.
-    ¡¿Tenés un teléfono, algo, donde poder ubicarlo? ¿Una dirección...?
Al notar su congoja, el deliveri detuvo sus tareas para mirarla.
-    Lo lamento señorita, sólo sabía que era el chef del restaurante; no tengo la mas pálida idea cómo encontrarlo. Hoy a las doce, cuando fui a buscar los paquetes, ya se había ido. ¿Pasó algo...? 
Cristela no respondió; todo su destino parecía resumirse a ese triste instante, cortante y brutal. 
Regresó a la oficina, donde se dejó caer pesadamente sobre su butaca. Allí permanecía el envoltorio abierto sobre la mesa. Esas palabras eran todo lo que de él podría tener; agazapadas, como un escoyo amenazante en el mar embravecido de su destino. De repente consiguió un hálito de valentía. Tomó el papel decidida a conservarlo, antes de leerlo nuevamente, como por última vez; pero en lo más profundo de su alma sabía que eso no sería así, que lo haría muchas veces más en su vida. Aquellas palabras retumbaron en sus pensamientos como en una caverna vacía, solitaria:

“Amada Cristela!

Este es mi último almuerzo, Cristela; realmente creo haber llegado ya demasiado lejos.
Sólo espero haberte hecho feliz como lo has hecho conmigo, con este seudónimo de Romualdo y mis almuerzos con dedicatoria... Creo haberlo logrado, aunque sea un poco, cada día. 
 Por favor, ya no vuelvas a amar demasiado.

                                Sinceramente! Y hasta alguna otra vez! ”


FIN
ANGUS

miércoles, 16 de marzo de 2011

SUEÑO DE VERANO




Caía la tarde de un hermoso día de verano en el Caribe. Llené una jarra de cerveza negra, bien helada, y me tiré en la hamaca.

Era un atardecer ideal. Las cigarras comenzaban su canto. La temperatura agradable, ligeramente templada, auguraba una noche no menos inspiradora. Desde lo alto de la galería, que dominaba las islas que parecían flotar en un atlántico encendido de turquesas, podía admirarse el sol encendido en fuegos, bañando aquel paraíso viviente,


Esos lugares agrestes eran ya de difícil acceso, por lo que me sorprendió escuchar un automóvil acercarse por el camino de gravas, al otro lado de la casa. 
Me dirigí a la puerta, desde donde dominaba la vista del estacionamiento, algo alejado del pórtico de ingreso. Pero mayor fue mi sorpresa cuando, del vehículo, bajó una esbelta señora, con gafas de sol, sobrero de alas anchas, y un vestido ceñido al cuerpo, caminando con la cadencia de una vedette, a mi encuentro. 
El sendero era largo y sinuoso, y pude admirar el total esplendor de semejante mujer; un hombre solo, tantos años, en aquellos parajes solitarios, no podría dejar de hacerlo.  Su cabellera, que apenas sobrepasaba sus hombros bajo el sombrero, era espesa y leonina, de un color castaño claro casi rubio. Su ajustado vestido dejaba entrever una figura proverbial, con cuidadas y sensuales curvas. Se movía al ritmo que sus tacos, algo altos, le permitían, con una cadencia que paralizaba el corazón. A medida que se acercaba, su rosto mostraba facciones delineadas, de boca dibujada con una pincelada roja y hermosa. 
Poco fue mi pavor cuando llego al pórtico y me acerqué a abrirle; ella se había sacado las gafas y pude ver por completo su rosto. ¡Era ella! Después de tantos años, quince, quizá,  había vuelto a la isla, hecha toda una dama.

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   Mis padres terminaron enamorándose de ese hermoso lugar, luego de haber ido allí de vacaciones incontable cantidad de veces. Compraron un pedazo de tierra y construyeron la enorme casa de grandiosas vistas al Atlántico, en la que yo, único hijo y sobreviviente de la familia, actualmente residía, ahilado del mundo. 
  Dominaba la ribera occidental de la isla Catalina, y se erigida entre grandes palmares en lo alto de una colina, de difícil acceso terrestre. Desde la galería del fondo de la casa podía verse casi la totalidad del archipiélago, de aspecto inconmensurable. El azul profundo e interminable del océano se confundía con el cielo en una linea casi imaginaria. Playas de finas arenas blancas, aguas cristalinas, barreras de coral multicolores, palmares de variados e intensos verdes, todo se enmarcaban preciosamente bajo esa linea convexa del horizonte. Realmente era el paraíso terrenal. Y no solo mis padres sino cientos de turistas provenientes de todo el mundo habían sucumbido en sus brazos. Así fue como nació "Hostería Catalina"... "Un lugar para descansar y pescar, en un paraíso terrenal". 
   
     Ella llegó junto a sus padres, uno de esos gloriosos veranos, provenientes de Santo Domingo, república Dominicana. Tendría unos 13 o 14 años. Y era una adolescente muy reservada o, más bien, de un carácter misántropo, explicado ello quizá en el hecho de que su padre fuera un militar retirado de alto rango, hombre de muy pocas palabras. 
  Mientras él, fanático de la pesca, pasaba largas horas mar adentro junto al mio, su hija, sin embargo, permanecía leyendo en el balcón de su departamento. 
  Se había vuelto una obsesión para mi tomar frecuentemente un respiro para observarla. 
  Su vestimenta parecía de una religiosa. Tapaban sus rodillas y gran parte de su cuerpo, fuera de lugar para esas latitudes en que el calor a veces era insoportable. Usaba una vincha haciendo juego con su vestido, casi siempre color pastel, ajustada a una larga cabellera ondulada castaño claro. Su rostro, de una belleza frugal que irradiaba paz y serenidad, y mirada dulce pero inteligente, adoptaba mientras leía una actitud importante, como de alguien responsable, que la hacía aún más atrayente
   Nunca bajó del balcón, durante esas vacaciones. Tras cumplirse los quince días de su estadía en Catalina, armaron sin más las valijas y se fueron. Obviamente, no hubo si quiera una despedida. 

   Transcurrieron dos largos años, en que casi me olvidé del asunto, tras los cuales ella y su adusta familia volvieron a la isla, de vacaciones. 
  Recuerdo con lujo de detalle aquel reingreso triunfal a la hostería. Su forma de caminar, entre el taxi y la recepción, movió todas mis tripas y quedé completamente aturdido. Olvidé el protocolo y mi madre debió darme un codazo para ponerme en mis cabales. Su padre, al pasar, me fulminó con la mirada, mientras ella se tentaba de la risa. Fue un completo desastre.   
 En los días que siguieron, su estadía no fue diferente de la de aquellos, de hacía dos años atrás. Más allá de alguna que otra frugal mirada, volvieron a ser vacaciones de largas lecturas en su balcón. Sin embargo, y gracias a mi madre, una pequeña contingencia cambió la historia.  


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   Resolver la urgencia que mi madre me había encomendado en el departamento de al lado, el cual estaba vacío, no me llevó mas de 15 minutos; todo un record comparado con los tiempos a los que la tenía acostumbrada. Entre tanto, pude pergeñar un plan para colarme en el balcón de al lado, con una creíble excusa, con la que poder iniciar una charla. 
  Sabía que estaría allí, compenetrada como siempre en sus novelas, pero no cómo reaccionaría al aparecer yo en ese escenario, y no sería Romeo precisamente. Podrían pasar varias cosas. Podría asustarse, sólo sorprenderse; o, quizá, sonreírme. Mi ímpetu era como un gigante engreído, e insensible, al que solo cabía esta última posibilidad. De cualquier modo estaba jugado. En ese momento, y en mi estado, lo que menos me faltaba era valentía, o, mas bien: temeridad. Traté de calcular, infructuosamente, que tendría escasas tres opciones, y una sola bala en la cartuchera, para lograr mi objetivo; si fallaba, seria el caos. Las opciones eran: un seco "buenos días"; un simpático "¿Qué tal las vacaciones?”; o un zarpado "¡Cómo podés estar acá tan sola con semejante paisaje! ¿Te gustaría ir a nadar conmigo al mar?". Por un instante me imaginé el consagrado ardor de su cachetazo en mi mejilla y abandoné la última. Pero de repente, la lógica cedió ante la presión de la acción, y mis piernas me condujeron contra mi voluntad traspasando la linea de la puerta-ventana hacia el balcón. Y tanta fue mi mala suerte que tropecé con la corredera y caí en medio de ese escenario del balcón, ante sus ojos, exactamente boca abajo, con los brazos abiertos, como un estúpido. Tan violento fue el golpe contra el suelo, que la escoba que llevaba en la mano, como excusa, salió disparada por sobre la baranda y fue a caer estruendosamente en la planta baja, casi sobre la cabeza de una vecina que encima soltó un alarido. Enseguida me incorporé de un salto; mientras ella se tapaba la boca con ambas manos, despanzurrándose de la risa. Me sentí un idiota, pero me tenté y reímos juntos. Había ganado la primer gran batalla. 

  Desde ese día, me convertí en su guía turístico personal. 
  Mientras su padre pasaba horas pescando, y su madre bebiendo y jugando al poker por dinero en el salón principal, envenenada, totalmente ajena al mundo que la rodeaba, yo iba a trabajar al departamento de al lado y juntos escapábamos por el balcón, en busca de grandes aventuras por los alrededores de la isla. 
  Errábamos por playas, bosques, e islotes; navegábamos en el pequeño velero, regalo de mi padre, desembarcando en toda playa virgen de cuanta islas había el archipiélago.
  Estaba fascinada con ese nuevo descubrir de su vida. Eran muchos sentimientos juntos. La adrenalina del escape, la fascinación de sentirse tan libre, la dicha de formar parte de ese paraíso, y su dependencia, quizá, de mí; el enamoramiento... No lo supe durante mucho tiempo; quizá demasiado. Pero yo sí, en cambio, me sentí enamorado desde el primer día, cada vez más; mientra ella , sin embargo, me parecía más intrépida, e inalcanzable. 
  
  Verla subir al taxi, al culminar sus vacaciones, me dejaba un nudo en la garganta, un sentimiento de muerte que solo se desvanecía la temporada siguiente, al verla llegar, de nuevo, despampanante, con nuevos augurios de hormonas y belleza sin igual. 
  
  Tras la quinta temporada consecutiva, sorpresivamente, ya no hubo más oportunidades para nosotros. En una carta de agradecimiento, su madre nos comunicó la muerte de su esposo; nos dijo que se habían mudado a Estados Unidos, y que no tenían ya motivos para volver a la isla.  
  Nunca más la volví a ver.  
  Pasaron poco mas de quince años; lapso en que me pasaron muchas cosas. Mis padres fallecieron, quedé al frente de la hostería, y terminé dándome cuenta de que esa no era mi propia cruzada, sino que había sido la de ellos. En realidad no tenia ninguna cruzada, solo vivir, alejado del resto del mundo, en aquel paraíso solitario al cual ya no llegaba nadie. Vivía mayormente de la pesca, y de vez en cuando me ganaba un dinero vendiendo el fruto de mi actividad al otro lado de la isla, al cual ya sólo accedía por mar. El dinero no me servía para mucho, así que lo ahorraba.

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  Al llegar, se sacó las gafas y nos quedamos mirando uno al otro, en silencio tras la sorpresa agradable. Cuando quisimos hablar lo hicimos a la vez. Sonreímos. La invité a pasar y fuimos directamente a la gran galería, la que prácticamente había convertido en el epicentro de la casa,  y donde tan gratos momentos habíamos vivido juntos. Allí se detuvo, en seco, tras la presencia imponente de la vista dominante sobre el Atlántico, rodeada de los islotes del archipiélago. Los recuerdos parecieron transportarla de repente a aquellos años, a las aventuras que tan felices nos habían hecho. La caída de sol comenzaba a cubrir el océano con su manta de oro. Era justo el momento mágico del día que mejor podía regalar. Quedó en silencio, anonadada, un silencio casi religioso que interpreté como ritual de su bienvenida. Tras unos segundos, que me parecieron minutos, se dio vuelta para mirarme. Su sonrisa era perfecta y su mirada soñadora. 

  - Había olvidado lo hermoso que es este lugar -dijo. Y me abrazó. 

  Su delicioso perfume pareció mezclarse con mi sangre y recorrer todo mi cuerpo. Cerré los ojos. Y sentí sus labios en los míos, que me besaban con ternura. 
  
  La brisa soplaba leve desde el mar, tibia y salina, acariciando nuestros cuerpos al desnudo. Hicimos el amor bajo la galería, toda la noche. Y finalmente tomamos unos tragos y charlamos hasta quedarnos dormidos, enroscados en la hamaca paraguaya. 
  Al despertar, ya no estaba en la casa. 

Cierta mañana, cuando regresaba de pescar, vi a lo lejos sobre la galería un amplio sombrero de capellina que se movía. Al acercarme pude notar que se trataba de ella, vestida con un diminuto bikini amarillo que resaltaba su monumental cuerpo bronceado. Yo llevaba sobre los hombros una pesada caja de amarras, y crucé los cien metros de arena que me separaban de la casa como un atleta olímpico. Llegué totalmente exhausto y transpirado, pero entusiasmado, cubierto del lodo que usaba para cubrir mis hombros y cara de las quemaduras del sol; parecía un soldado vietnamita. Al acercarme me encerró en sus brazos con efusividad y me dijo que me amaba, me extrañaba y que había pensado mucho en mi. Yo estaba un poco molesto por la forma en que había desaparecido la última vez, pero la agradable sorpresa eclipsó cualquier sentimiento adverso, y la abracé también. 

  Esa noche cociné pescado, y sacamos la mesa a la galería. Al terminar la cena estaba un poco pasada de copas, se puso mimosa. Metió su pié en mi entrepierna y comenzó a acariciarme, pero yo todavía estaba algo irritado por su comportamiento de la noche anterior. 
   Mientras charlábamos, no podía dejar de observarla y sentirme compenetrado. El Atlántico nos regalaba una vista espirituosa; el suave murmullo de olas de fondo facilitaba nuestro deseo de tocarnos. Por primera vez la miré tal cual la recordaba, una adolescente disparatada, desinhibida, y llena de energía. Sentía que era una mujer hermosa, con un futuro inmejorable y pensé en preguntarle qué era lo que realmente había ido a buscar allí, al regresar a la isla. Pero no lo hice. Quizá no tendría el valor de escuchar algunas posibles respuestas. 
  La siesta era espectacular, por lo que luego de almorzar, dedicamos nuestro tiempo a las excursiones por el océano en mi obediente velero, a tomar sol en diferentes playas solitarias, correr desnudos, hacer el amor, y esas cosas, por cada rincón de la isla. Al atardecer regresamos exhaustos y hambrientos. Nos bañamos juntos, y cenamos a la luz de las velas bajo la galería. La noche era cálida, y el cantar de los grillos inspirador. Después nos tiramos en la hamaca, e hicimos el amor hasta quedarnos dormidos. 

  Amanecí en una mañana espléndida, sumido en el frenético cantar de los pájaros. Estaba solo. Como de costumbre, ella había desaparecido. Su auto no estaba. La esperé todo el día e imaginé lo peor. Pero al atardecer regresó por el camino de gravas, caminando danzante hacia el pórtico, como si nada
  Subió enérgicamente las escaleras y me dedicó una esplendida sonrisa: 

- Buenas tarde - anunció, radiante.

  Aún me encontraba absorto en mis pensamientos, sintiéndome bastante vulnerable por su mágica costumbre de desaparecer y aparecer como si nada, pero bajo su total control de mis emociones. La felicidad de volver a verla era renovadora. 

- ¿Todo bien?– pregunté, tratando de disimular mis nubarrones.
- ¡Sí! ¡Excelente! ¡Anduve de compras por el pueblo! ¡Te traje un regalo! – dijo, tras su sonrisa perfecta que no dejaba lugar a dudas. 

  Nos sentamos en la galería. Le invité un trago, y conversamos tranquilamente. 
  Extrañamente, de un momento para otro, cometí el error del cual estuve arrepentido gran parte de mi vida. Empecé a sentirme algo ansioso. Después de varios días, finalmente sucumbí ante la necesidad de saber cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia mí y, principalmente, cuáles eran sus planes para su futuro; principalmente, si yo estaba en ellos. Si bien no llegué a abordar el tema directamente, ella lo intuyó perfectamente, mostrándose hermética y contrariada. De repente nos quedamos en silencio; en sus ojos había una expresión taciturna. Por momentos me hizo sentir que estaba querido enjaular un animal silvestre. Cuando la miré firmemente para preguntárselo, desvió la mirada; podría asegurar que intentó decirme algo, pero no lo hizo. El asunto terminó allí.  

  Aquella noche caminamos en silencio de la mano hasta la playa. Parecía una despedida. La noche, contrariamente a las anteriores, era fresca. En la playa encendimos una gran fogata y nos sentamos frente a ella, en la arena, sintiendo la tibieza de las llamas en nuestros rostros. Entonces ella me tomó de la barbilla y me besó. Nos hicimos el amor por última vez, con gran locura. Nunca podré olvidar su mirada desencajada mientras la amaba a la luz mortecina de las llamas, abrumada por una ola incomprensible de pasión; una pasión que quizá nunca había sentido ni volvería a sentir. 
  Regresamos a la casa tarde en la madrugada. Me anuncio que debía irse. Y nos despedimos. Sencillamente. 

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  Pasaron varios días entes de encontrar su carta en el buzón del pórtico. 
  Esta decía:

“Mi amor, y perdón por llamarte así. Esta, a tu lado, fue siempre una experiencia inolvidable. No tiene comparación con nada, ni con nadie. Y  por lejos, es la mejor que he vivido. Volver a verte siempre será una experiencia renovadora en mi vida, y siempre te estaré eternamente agradecida por eso. Por favor, te ruego me perdones por despedirme de esta forma, pero debo resguardar una parte importante de mi vida. Espero algún día lo sepas y lo entiendas... Estoy segura que así será. Dios quiera el destino nos vuelva a juntar, cuando sea el momento. Gracias por existir!”

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  Leí y releí esa carta decenas de veces, buscando encontrar algún sentido a las cosas que en ella decía. Y aseguro que, ese acertijo de sentimientos, jamás tuve éxito en resolver. Decenas de veces me pregunté lo mismo, cuál sería esa enigmática parte de su vida que tanto deseaba resguardar. 
  El dolor dio paso a la resignación, y, finalmente, junté la valentía suficiente para poner en venta la casa. Tomé todos mis ahorros y me fui a vivir a Europa. 
  La casa no se vendió sino hasta después de varios años, momento en cual me contactaron de la inmobiliaria para realizar los arreglos. Se vendió por una suma importante. La había comprado una pareja neoyorquina adinerada que prefirió permanecer en el anonimato.  

 Viví una vida muy muy diferente a la que había llevado en la isla; otras experiencias, que me hicieron recuperar mi espíritu y fortuna. Y pude envejecer saludablemente, con la conciencia tranquila.
  Me dediqué a viajar por todo el mundo, llevando un estilo de vida errante, fiel a mi aceptada soltería. Viví en España, donde fundé mi primer restaurante de comida caribeña, llamado “Restaurante Catalina”. Hice lo mismo en Francia, Inglaterra, Alemania... Varios países de Europa. Las recetas de mi madre recorrieron el mundo, enamorando a miles de comensales, tal como ella lo hiciera con los turistas de la Hostería. Hice dinero y, principalmente, muchos amigos; que supieron de mis historia en mi querida posada caribeña, sus personajes, sus paraísos, sus amores, sus desamores; aunque nunca nadie supo de ella, de su fugaz paso por mi vida; de mi sueño de verano, del que añoraba alguna vez hacer realidad. Nunca nadie lo supo ni lo sabría; como una forma de esperanza quizá, de que no se pinche, de que alguna vez se cumpla... 
   Así pasaron los años, unos veinticinco para ser exactos, hasta que un buen día decidí volver a la isla; a la casa.
  Fue en mi cumpleaños número ochenta y seis...  
  
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  La ansiedad de quien espera abrir un regalo me embargó de repente, apenas poner el pié en el aeropuerto de Catalina. 
  Alquilé un auto, y decidí ir yo mismo, por tierra. No sabia si la ruta aún existiría o estuviera transitable, incluso si la casa existiría, si estaría abandonada o si aún viviera alguien en ella. Pero me sorprendió encontrar, no solo la ruta, sino que estuviera asfaltada, con barandas y con tanto tránsito. Al llegar, el camino de gravas seguía existiendo como tal, como si nadie lo hubiera tocado y, al mirar hacia la casa, la encontré intacta, pintada alegremente. Me emocioné. Quería conocer a sus habitantes. Y me apresuré a estacionar y bajar del auto. El cartel de madera aún rezaba: “Hostería Catalina”. Sentí que mis piernas se aflojaban. Busqué un lugar donde sentarme y lo hice un momento, debajo del pórtico donde aun estaba el asiento de piedra. Cerré los ojos un momento y pude reconocer el sonido y olor característico de ese lugar que mágicamente me remontaba a mi infancia. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me levanté, con la ayuda de mi bastón, y toqué la campana adosada a uno de los barrotes. Nadie salio a mi encuentro. Volví a tocar, y tras no obtener respuesta, traspasé el umbral del pórtico hacia el sendero de piedras que daba a un costado de la casa. El sinuoso sendero seguía estando secundado por las Durantas, verdes fosforescentes, ahora enormes, podadas a la perfección. A un costado seguían, intactos, los bungalows, con sus balcones con vistas al Atlántico, entre grandes palmeras...  

  Caminé con determinación por el sendero, a la velocidad que mi cuerpo ya cansado podía, mientras ella venía a mi mente en aquel remoto día, con su joven cuerpo de mujer, cantoneándose sobre la senda. Al llegar al ala lateral, que a su vez llevaba a la galería al fondo de la casa, me detuve. Golpeé las manos. El piso colonial, que ahora estaba lustroso como nunca lo había visto, se abría paso bajo mis pies entre sendos macetones de barro cocido, conteniendo enormes helechos. Parecía no haber nadie que me atendiera. Por un momento me sentí raro por pedir permiso en la que había sido mi propia casa, y me animé a dar los pasos que me faltaban para llegar a ese enorme recinto, donde me reencontraría con esa vista imponente del océano y las islas del archipiélago. De repente escuché el murmullo lejano de las olas, canturreando en la lontananza como un bálsamo, acompañado del canto frenético de los pájaros del bosque. Pocos lugares en el mundo tenían el poder de hacerme sentir así. Entonces, me pregunté ¿qué me habría llevado a alejarme de él? ¿Qué hace que las personas escapen a lo que las hace felices? ¿Qué sentimiento tan intenso alimenta semejante contradicción? ¿...semejante paradoja?. Me detuve de súbito. Y me hice otras pregunta, la misma que durante años me había hecho sin encontrar respuesta alguna; sabía que esa vez sonaría diferente, y una chispa débil pero esperanzadora apareció al final del camino... ¿Qué hizo que ella se fuera si a mi lado era feliz? ¿Cuál fue realmente el motor de su paradoja?... Como siempre, ninguna respuesta llegó a mi mente pero, por una extraña razón, ahora sentía que me acercaba a algo. 
  Llegué a los tres escalones que ascendían a la galería del fondo y alcance a ver la copa de algunos árboles. Allí me detuve. Mis manos trémulas encontraron la baranda, la acariciaron suavemente. Una mano en el bastón y otra en la baranda. Fui subiendo lentamente y, al llegar, de nuevo me detuve, exhausto, pero no menos aturdido. Alguien que reposaba en la hamaca me miraba, sus cabellos tenían el tinte de la tiza. Y parecía llevar esperándome un buen tiempo. 
  En mi mente todo se conectó de manera brutal. El contenido de aquella carta vino a mis recuerdos a la velocidad de la luz, cobrando tajante sentido. 
  Su imagen me golpeó con la fuerza de una bomba. Era ella, consumida por el tiempo, sentada, esperándome. Nos quedamos inmóviles unos minutos, que parecieron horas, sin decir palabra, mientras las lagrimas caían de nuestros ojos. 
  Finalmente, ella rompió el silencio. 

- Te estaba esperando. El falleció hace unos años. 

Entonces, por fin lo entendí todo.


  - FIN -